ES - Krawietz Rodríguez, Alejandro: EB: en un lugar, el tiempo, Libro Bosslet – Obras en España, Extraverlag, Berlin, 2014


Eberhard Bosslet: en un lugar, el tiempo / Alejandro Krawietz


I

No sólo en el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, también en Isla: cofre mítico de Eugenio Granell o en las demandas de Francisco Fernández de Lugo para partir a la búsqueda de San Borondón, la proyección simbólica de la isla en Occidente –frente a la tierra: la isla, justo en el revés del continente, al otro lado de la cartografía de los ensueños, al otro lado del universo pensado, como un espejo— la convierte en un doble espacio de búsqueda: el territorio que se agazapa y que se debe hallar en medio de la nada, y, una vez encontrada, el lugar en el que encontrar aquello que en la mente de los hombres toda isla promete. Es cierto, como ha dicho Frank Lestringant (en “Pensar por islas”) que “entre la experiencia práctica del espacio de una generación y la huella escrita de sus sueños existe una secreta connivencia”. Aplicado al caso de las islas, como oposición al caso de la tierra, esa connivencia entre la práctica y los sueños se resuelve como deseo: la isla posee siempre algo que entregar, es la sede de la maravilla, y aun el lugar en el que ubicar la maravilla. Incluso, en Canarias, desde un archipiélago, un insular como Andrés de Lorenzo Cáceres pensó su “isla de promisión”.

La isla es, a la vez, territorio nuevo y territorio extraviado: el viajero encuentra la isla por azar, y probablemente no sabría volver a ella una vez que la abandona, y cualquiera de sus movimientos, desde que entra en la isla hasta que se libera de ella, serán movimientos fundadores. (“A veces se desembarca en una isla por accidente, pero cuando nos instalamos en ellas es por necesidad. Los náufragos duran más que las tempestades de las que salieron, algunas averías son irreparables. El regreso resulta ser no menos difícil que la llegada” ha dicho con fortuna Predrag Matvejevic en “Islas mediterráneas”.) Aún así, en la mente del marino, como en la de aquellos náufragos del “Diario de Patmos” de Lorand Gaspard, siempre está la esperanza de vislumbrar, al remontar una ola sobre otra desde la altura inestable de la tempestad, la silueta de una isla, sus luces. Todo lo que venga después del avistamiento, el marinero lo sabe, y lo sabe el capitán, todo será nuevo. Todo será visto por primera vez. Hay, en relación con las islas, un ensueño de naturaleza adánica: quién descubre una isla adquiere el deber de nombrarla, de decirla, de contarla (de vuelta al continente). Y también el derecho de buscar en ella la promesa que toda isla encierra. Como se verá, esta idea de ofrecer un nombre nuevo a las cosas está muy presente en los trabajos insulares de Eberhard Bosslet, que no buscan otra cosa que generar constantemente nuevos sentidos para las huellas y las cicatrices de la propia isla.

Por otra parte, es sabido que las islas pueden leerse. Suspendidas en el renglón del horizonte, las islas son signos lanzados sobre el mar, constelaciones terrestres de proyección estelar, señales de un lenguaje de la naturaleza que impele a la interpretación por parte de quien las contempla desde fuera (en la geografía de las islas ninguna característica mejor definida que la oposición dentro/fuera: todo es interior o exterior, salvo la orilla). Las islas se parecen, en el ensueño adánico, al propio hombre: suaves, ásperas, dulces, desérticas, pródigas, malditas: la tiempo que las enunciamos nos definimos. Proyectamos sobre ellas nuestras expectativas, nuestra insaciable sed de tener sed. El náufrago, el aventurero o el poeta (y Bosslet forma parte de ese entorno simbólico de viajeros) transforman, al contacto con la isla, lo nuevo en otra novedad, y su partida no inaugura una nueva época sino que mantiene la continuidad del misterio. Por eso llegar a una isla es siempre un acto de violencia, como el desvelamiento de un secreto o la vislumbre de un conocimiento. Algo ha sido forzado, aunque sólo sea el proceso de la espera concentrado en la inminencia.

Además, la cadena de oposiciones que regula toda la proyección simbólica de las islas: paraíso e infierno, salvación y destierro, novedad y monotonía, encuentro y pérdida, tiene su correlato también en la proyección de la mirada. Está quien mira hacia la isla, y está el que mira desde la isla. Está la lectura de la isla en el renglón del horizonte y está la lectura del horizonte como renglón vacío. Sin embargo, y a pesar de estas diferencias ontológicas, todo lenguaje que hable de las islas, será siempre lenguaje fundacional, lenguaje del inicio, lenguaje de la construcción, del deseo. Se podría decir que las islas no conocen extranjeros. Porque las islas son lugares en el tiempo del comienzo.


II

Bastaron algunas conversaciones, y la frecuentación de la totalidad de sus obras en Canarias, para que pudiera construir una imagen mental de Eberhard Bosslet como un representante genuino del Robinson insular: como pastor de una enunciación ajena de la isla y su territorio. La obra de Bosslet es la obra del visitante adánico, que lo contempla todo por primera vez y no es capaz de construir historia, o pasado, o decadencia, porque, como ya señalamos, la isla está en el reverso de las fuerzas del tiempo, en el tiempo del inicio, de la fundación: nadie pertenece a la isla, y la isla no pertenece a nadie: en la obra de Bosslet la ruina no es decadencia, sino continuación, incluso más, lugar de origen. Sería un error aplicar a sus obras insulares una óptica romántica: aquí no hay una consagración del pasado, sino la continuidad del inicio: no se trata de escribir historia, sino de describir el territorio. No hay ninguna leyenda. Todo es geografía. Por eso no me resulta nada difícil reconocer en Bosslet al náufrago, al Robinson, que empeña todas sus fuerzas, toda su energía, en mirar, en ver por primera vez, en intentar balbucear el lenguaje de los fundadores y de la fundación. No hay despoblamiento en la islas, sino lugar de choque entre las fuerzas creadoras del hombre y las fuerzas creadoras de la naturaleza. No hay que imaginar la vocación vislumbradora: basta con ver a Bosslet, a lomos de su montura –un asno, un caballo, una vespa, da igual aquí--, recorriendo el territorio nuevo, a la búsqueda de un sentido para la mirada, para lo que es capaz de ver: narrando el nuevo territorio, descubriendo que en la isla, el malpaís y la ventana, la cicatriz y la ruina, no son otra cosa que formas geológicas: el mismo producto de la piedra y el sol. Las formas geológicas del tiempo. La conversión del tiempo en geografía. Bosslet es el extranjero que acaba por dar la razón a García Cabrera: en un lugar: el tiempo.

Eberhard Bosslet comenzó a trabajar en Canarias a comienzos de la década de 1980. Y lo hizo a partir de herramientas creativas y de estrategias expresivas que ponen el acento, desde el inicio, en una voluntad firme de comprender e interpretar el paisaje que las islas le ofrecen. Este hecho debe ser convenientemente valorado en cualquier acercamiento crítico a una obra que ya sea desde la fotografía, desde la intervención en el paisaje o la reinterpretación de las ruinas –aunque también este concepto, el de ruina, debe aquí considerarse de un modo particular, como veremos— no parte a la búsqueda de una celebración del territorio y sus signos –como han hecho Roberto Cabot o Longobardi, por poner ejemplos de artistas “visitantes” muy diferentes entre sí-- o una mímesis formal que reinterprete esos mismos signos en sentido mitológico o metafísico –como podría interpretarse en las obras, igualmente interesantes, de Salvo o Craige Hordsfield--, sino que, a lo largo de todas sus calas en las islas, exige una interpretación profunda, una verdadera dilucidación, de los signos insulares, aunque para ello tenga que forzarlos, subvertirlos o, en cierto modo también, reiniciarlos desde una nueva perspectiva semántica o antropológica. Bosslet no es, por lo tanto, un extranjero en la isla, sino un verdadero conquistador: no viene a contemplar, sino a comprender. Por esos es común a todas sus obras insulares el ejercicio de una violencia, de una transformación, sobre los signos del territorio de los que se nutre. Esta idea nos parece uno de los “ejes necesarios” para comprender el alcance hermenéutico de los trabajos de Bosslet en Canarias, ya que es la que le permite alinear decisiones que forman parte de la pragmática –el proceso de la intervención, la acción transformadora, el trabajo, la parte muscular— con opciones que forman parte de la metafísica –la creación de un lenguaje nuevo, de aquello que aún no había sido dicho, pero que estaba ahí, latente, en la superficie de las cosas: una suerte de verbalización de las potencias que motivan al espectador para aceptar que, después del paso de Bosslet, el conquistador, las cosas ya no son lo mismo.

Ese alineamiento se hace a contrapelo, a contracorriente, de las fluencias habituales con las que el arte ha tratado de verificar la existencia de las islas. Bosslet llega a las islas para obtener su tesoro, que no es otro que el de una comprensión distanciada, irónica, antropológica, del lugar. La mirada de Bosslet no es admirativa, sino incisiva y cortante. Él no ha venido a las islas para contemplar, ni acepta fácilmente una condición meramente amena del territorio. Desde el punto de vista de su lenguaje artístico y del telos de su labor, Bosslet es un depredador (un depredador de sentidos, entiéndase bien): alguien que no va a detenerse en halagos, sino que trabaja para dar alcance a su caza. Bosslet quiere comprender. Y este hecho determinante, el deseo de comprender, se produce porque en su mente de depredador, no comprende nada de las islas: no entiende lo que ha pasado, no alcanza a imaginar una proyección para el trabajo de los titanes (los bárbaros del ladrillo y la soga, del metal y el humo), pero tampoco para el trabajo de los gigantes (los volcanes, el océano, el viento, que se encuentran también en el régimen de los agentes esenciales que accionan el paisaje). Necesita, así pues, su tesoro, necesita que la isla cumpla y le rinda lo que prometió en el arribo: un sentido para su geografía y para su sentido del tiempo. Su búsqueda lo obliga, de este modo, a subvertir los lenguajes a partir de los cuales se expresa la isla y su obra se convierte, por ello, en un ejercicio de resemantización. Tomado por un ensueño adánico concebido como superposición de signos, Bosslet aguarda a que del contraste entre unos signos y otros surja una interpretación digna de un procedimiento heurístico posterior.

La conformación de un discurso creativo para las islas no puede ser de estirpe culturalista. En rigor, nada se sabe del objeto creado, como nada se sabe de la montaña o de la duna, salvo su presencia. Y esta ausencia de signos reconocibles, unida a la necesidad de nombrarlos (de otorgarles sentido) despierta un ensueño adánico primario. Una imagen que explica bien esta situación de inicio sería la de quien, sin conocimiento astronómico alguno, mira hacia el cielo nocturno: el cúmulo de estrellas y galaxias y planetas y reflejos y sombras parece decirle algo así como “aquí tienes las letras, construye con ellas tu lenguaje”. Iniciar una lectura de la obra de Eberhard Bosslet en Canarias a partir de esta perspectiva permite agrupar su trabajo en tres lineamientos diferentes a la búsqueda de ese tiempo en el lugar, que no es otra cosa que el deseo de ofrecer sentido al territorio: la interpretación de una geografía del pasado (trabajo sobre las ruinas: Concomitancias, Reformas), la interpretación del lugar del presente (trabajo sobre la geografía móvil en contraste con la inmóvil: Mobilien & Immobilien, Vacaciones confort), y la reconstrucción de un espacio del futuro (Chatarra y sol, Casas de una habitación, Agua mala o Sonnen Wind).

III

Desde una perspectiva simbólica la ruina significa siempre vida muerta, agotamiento, destrucción. Ruina es aquello que ha dejado de ser, que ignora la relación con el presente, que ha perdido su sentido primario e incluso puede que todo sentido. Sin embargo, reconocemos en la ruina la huella de algo anterior, el vestigio, el signo de época y es posible que ese carácter, debidamente justificado e incluso alineado con alguna parcela de la actualidad, logre reincorporar los restos al presente. No hay modo de estratificar el carácter de la ruina en relación con el tiempo histórico, pues la condición ruinosa no la determina el paso de los años sino una voluntad crítica que depende de la actualidad, del presente, del lenguaje del hoy. Los más de dos milenios que median entre nosotros y el Circo romano o el templo de Sunio no impiden que tales edificios hayan encontrado acomodo en el canon actual. En cambio, las afueras de cualquier ciudad occidental contienen campos de ruinas con apenas veinte años, convertidas ya en “lagunas fantasmales”. La vigencia o la caducidad de la ruina la establece la función que le asigne el presente. Es éste proceso de resemantización de la ruina, esta nueva oportunidad de sentido, el rasgo más ambicioso de las intervenciones de Bosslet sobre las ruinas que halla en sus paseos por las Islas.

Como cualquier territorio sujeto a los vaivenes de la fortuna y las economías depredadoras, Canarias posee un paisaje en el que, debido a la naturaleza del desarrollo económico y social particular de las Islas, proliferan las ruinas. Es decir, los edificios despoblados, abandonados y fuera de orden y de sentido en la actualidad, que guardan, con todo, su propia cicatriz en el paisaje. El catálogo de ruinas es amplio por esta vía: casas abandonadas en paralelo al abandono del trabajo en la agricultura, casetas de aperos olvidadas hace décadas, murallones de fincas, antiguos soportes publicitarios de mampostería situados en las cercanías de las carreteras y dejados de usar en virtud de cambios en las leyes, estructuras de invernaderos, antiguas factorías relacionadas con la manufactura de productos agrícolas (ingenios azucareros, almazaras, hornos de cal, hornos de ladrillo), galerías y pozos secos, empaquetadoras de plátano o tomate, hasta sanatorios y leprosarios cuya vida estaba sujeta a la vigencia de sus enfermedades. No sólo eso, existen ya, y los poetas, los imaginan, restos de hoteles, construcciones turísticas dejadas a la mitad, enormes lagunas fantasmales.

Ya hace más de treinta años que Eberhard Bosslet trabaja en estos espacios que, en los territorios insulares se perciben no como un hecho histórico sino como un accidente geográfico. En intervenciones como Bauzeichnung El Guincho (1983), Big Corner (La Restinga, 1983) o Strassenbekanntschaften (Autopista del Sur, Tenerife, 1984) el procedimiento, que no los resultados, es el mismo. Se marca con trazos de pintura las aristas de la ruina, todos los lugares a través de los cuales la ruina, el objeto abandonado, se relaciona o se integra con el resto del paisaje. Se aísla así la ruina como resultado de un proceso de creación, y se independiza con respecto al territorio que amenaza con incorporarlo a sí mismo. Bosslet necesita esa separación para comenzar a comprender, para integrar esos objetos en el tiempo histórico, y a la vez para construir un discurso estético enigmático y solvente, que convierte a los edificios y los objetos en presencia de misterio.

Se trata, por lo tanto de un trabajo realizado con una gran ambición, puesto que aspira a romper con la percepción del paisaje insular y desubicar los procedimeintos adánicos en relación con la novedad del territorio. Las líneas que delimitan las formas pertinentes de los objetos generan, para esos mismos objetos, un nuevo modo de decirse: Bosslet nombra de nuevo la ruina, la separa de la geografía y le otorga, mediante su gesto, un lugar en el proceso histórico. Por más que la percepción del trabajo por parte del espectador ocasional sea inmotivada y casual, una vez que la intervención ha sido realizada el objeto comienza a decirse a sí mismo al margen del paisaje: es un elemento del paisaje a la vez que es un elemento de sí mismo. Adquiere rango de obra e interroga al espectador acerca de las posibilidades de la cicatriz como lugar ameno. Y esta reflexión sitúa las intervenciones de Bosslet en el territorio mismo del origen del trabajo creativo, puesto que, igual que sucede con la pintura rupestre, se trata de un obra de “interpretación de la realidad” antes que de creación de realidades virtuales, una obra que sigue las líneas de lo preexistente, pero que otorga una significación nueva a lo real. Bosslet siembra alusiones, crea nuevo territorio en la isla, al tiempo que toma de ella los elementos necesarios para la construcción de su lenguaje.

Esta última característica se ve muy claramente en la serie que constituyen las piezas (Trauma, La rebusca, Auslese, etc.) en las que Bosslet interviene sobre los soportes publicitarios derruidos tras la prohibición en España de ese tipo de anuncios. En estas intervenciones Bosslet reordena las piezas, los escombros que han quedado de las antiguas vallas y presenta la cara coloreada de cada una de ellas hacia arriba. Genera de este modo una suerte de opus tesellatum irónico en el que el proceso de construcción y reconstrucción parece entrar en un bucle definitivo en el interior del cual constantemente se están superponiendo los significantes y las significaciones. Esta voluntad de ordenar en el caos forma parte del mismo proceso de resistencia ante la tendencia del paisaje insular a salirse del proceso histórico, y a incorporar como accidentes geográficos todo aquello que sobra al sistema en curso y que está destinado a formar parte de una nueva categoría de malpaís: excrecencia de los procesos formativos que producen el territorio. Sin embargo, no debe pensarse por ello que haya en estos trabajos de Bosslet una voluntad de denuncia cívica o ecológica, sino algo parecido a la admiración que despiertan esos lugares inexistentes, levemente aislados y profundamente reveladores de categorías simbólicas novedosas. En cierto modo, nos parece que se trata de tentativas lúcidas y lúdicas de resemantización de los objetos, algo que no puede esconder ni la enorme ambición de la propuesta ni el sentido que jugar con los problemas de lenguaje es, efectivamente, jugar al gran juego.

Mención aparte merecen, en este punto, las Concomitancias en las que Bosslet reinterpreta las fachadas de casas abandonadas introduciendo elementos arquitectónicos virtuales (puertas y ventanas realizadas con pintura negra que se acumulan y generas perspectivas nuevas con las que ya posee la construcción). Estamos aquí ante una de las cimas del trabajo de Bosslet en Canarias, por el modo en que este tipo de intervenciones dialoga con la gran tradición pictórica de las Islas, y por cómo este modo de redefinir el espacio arquitectónico como soporte pictórico añade discurso a la obra de José Jorge Oramas, Luis Palmero o Ángel Padrón. Es sabido que la microtradición de la pintura en las Islas ha sabido reinterpretar los signos arquitectónicos como elementos distintivos de un modo de configurar el color e incluso la luz del archipiélago. A partir de las imágenes de los riscos de Las Palmas de Gran Canaria realizadas por José Jorge Oramas, se ha construido una concepción visual de la pintura insular que bordea espacios tan definidos como el minimalismo (caso de Palmero) o la pintura meditativa o simbólica (caso de Ángel Padrón). Esta serie de Eberhard Bosslet amplia y amplifica la radiación de esos lineamientos, puesto que son los objetos que nutren esa pintura los que, por la mano de la intervención, se vuelven ellos, en sí mismos, pintura, y es ahora la pintura la que va al paisaje para reinterpretarlo, para ubicarlo en un tiempo, para trascender la mera interpretación geográfica.

En todos estos trabajos Bosslet se enfrenta al concepto de ruina y acude al rescate histórico. Todo el esfuerzo es un esfuerzo sobre la activación del pasado. Trae la ruina al presente, le otorga un nuevo sentido y reduce el sustrato de cicatrices sobre la superficie del territorio. Eberhard Bosslet propone, con estas intervenciones, una suerte de paisaje sanado o paisaje redimido. Trae desde el tiempo remoto de la ruina, un nuevo signo, una nueva palabra, un nuevo símbolo y un nuevo proceso: todo puesto al servicio de una nueva manera de decir el territorio. Se inicia, así, la recogida del tesoro que no es otro que un nuevo sentido.

IV

Debemos al poeta, pintor, novelista y ensayista cubano Severo Sarduy una de las reflexiones más lúcidas acerca de la matriz revolucionaria, subversora de todo el discurso barroco. En tanto que amenaza real a la unidad del ser definida por Parménides y aceptada por la mayor parte de la tradición occidental, la cosmovisión barroca se convierte, para Sarduy, en una herramienta apta para la revisión completa de los arquetipos que sostienen el saber occidental: la transformación del círculo humanista en la elipse barroca comporta, para el autor de De donde son los cantantes, la revisión de toda la categoría de saberes y la asunción de un universo físico con correlato en el universo simbólico no necesariamente cifrado en el equilibrio. La aparición del doble centro de la elipsis atravesará, según Sarduy, todo el conocimiento humano, desde la astronomía kepleriana hasta la proyección simbólica de Góngora, que hará del correlato literario de la figura geométrica elipse/elipsis un arma para la potenciación de la mirada: “Al provocar la momentánea incandescencia del objeto, su chisporrotea ante los ojos, extrayéndolo bruscamente de la opacidad, arrancándolo a su complementaria noche oscura, el discurso barroco, que respeta así las consignas didácticas del aristotelismo, reproduce una práctica para aguzar la visión.” Esta recreación absoluta de la realidad a partir del lenguaje, hasta el punto de negar su funcionalidad representativa, posee una potencia subversora enorme: el lenguaje es apto para representar la realidad en la medida en que es apto para representar cualquier realidad, y también en la medida en que es capaz de representar lo que no es real. El barroco dice, por primera vez en la historia occidental, que todo puede ser todo, que todo puede estar en todo, que todo puede ser representado por todo (pensemos, por ejemplo, en las reconstrucciones de Arcimboldo o en las descripciones desmesuradas de Quevedo). Esta libertad, que no precisa ya de los conceptos unívocos del renacimiento o del clasicismo, será la que permita la relectura de vanguardia del barroco, que apostará, incluso, no sólo a que cualquier espacio de la imaginación es real, sino que la imaginación creativa puede contaminar la realidad hasta transformarla, hasta invadirla. La afirmación de Sarduy es rotunda: “Barroco que en su acción bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo estructuraba desde su lejanía y su autoridad: barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida.”

Esta concepción del barroco como subversión es la que permite a Góngora, sobre todo al Góngora de los poemas largos, del Polifemo, de las Soledades, activar su activar su herramienta de educación de la mirada. Desde que me fue dado conocer, por primera vez, la serie de Eberhard Bosslet Mobilien und inmobilien, relacioné el trabajo de Bosslet con el sistema visual de metamorfosis, verdadera maquinaria, que estructura las Soledades gongorinas. Como es sabido, la anécdota que relata ese poema no es otra que la llegada de un náufrago a una isla. A las escenas de la salvación que toda isla promete las suceden otras de admiración y agradecimiento por la belleza del lugar. El extraviado encontrará más tarde a los lugareños, que se aprestan a celebrar una boda y un banquete. De la anécdota nos interesa especialmente el inicio: la mirada del náufrago sobre la isla es una declaración del principio de transformación barroco del que hablaba Sarduy: todo lo mirada, una vez pasado por el tamiz del lenguaje, es lo que fue y muchas otras cosas: la mente del lector acaba transformando la realidad, inducida por la plasticidad y la coherencia posible del suceder de las imágenes, hasta hacer de la realidad otra cosa distinta de la que fue.

Del mismo modo, en la serie Mobilien & Immobilien (1982), Bosslet se convierte en una suerte de náufrago, de observador, de argos de mil ojos que va descubriendo en la isla, en las formas en que los insulares pintan las fachadas de sus casas, una fórmula mental para las relaciones con el color. El proceso lleva, primero, a tomar fotografías de esas fachadas junto al instrumento-herramienta que permite el acceso a la visión, que no es otro que el vehículo utilizado por el “náufrago” en sus recorridos cinegético-visuales por la isla. Así, en un primer término de la relación, se captura y se reconoce a los insulares el valor cromático de las fachadas, el acierto para construir un “proceso de color”, para hacer del frente de las edificaciones, de sus propias casas, un territorio pictórico. Y la moto Vespa que se incorpora a las fotos es un modo de establecer el vínculo que el presente a través de la presencia. Este gesto es fundamental para comprender la progresión del trabajo hacia una cosmovisión. En segundo lugar, ante algunas fachadas, el náufrago comienza a interiorizar un nuevo sentido para el color: va aclimatando su mirada a la mirada insular. Este ejercicio no es, propiamente, un camuflaje, sino que representa la asunción de un lenguaje. La moto, que sigue representando al que está en movimiento, al náufrago, al transformador-transformado, comienza a asumir los colores de las fachadas. Ser camaleónico, adopta la imagen cromática de la presencia. En un tercer lugar, es el propio náufrago quien transforma la realidad a su alrededor: su presencia invade la realidad. La metáfora se alza y atrapa el paisaje en una de las imágenes posibles del presente.

Es quizá esta serie la que, de entre todos los trabajos de Bosslet, mejor representa los fenómenos de transformación de la mirada en relación con el espacio insular. Si en sus trabajos sobre las ruinas hay un deseo de redención para el territorio, en este trabajo sobre el presente lo que se da es una suerte de salvación por la mirada, a través de la transformación de la realidad a partir de la solución y la reconversión de un problema de lenguaje. No es ya el lugar transformado en tiempo, sino el tiempo transformado en lenguaje.

V

El tercer eje de los trabajos de Bosslet que vamos a analizar es el que tiene que ver con la proyección del territorio hacia el tiempo futuro. La principal diferencia que media entre los trabajos anteriores, que se ocupaban del pasado (las ruinas) y el presente (la visión), es que varía la herramienta expresiva de la que se parte. Si la intervención había servido para recorrer los caminos de las ruinas y los de la visión, en la revisión de la proyección “a favor” del tiempo, la herramienta utilizada va a ser la fotografía. Las series Vacaciones confort (1984), Chatarra y sol (desde 1982), Agua mala (desde 2003) o Casas de una habitación (desde 2006) se convierten en proyecciones hacia el futuro, obras en marcha incondicionadas: signos dentro del tiempo, abandonados a su propia transformación. Aquí el lenguaje creativo es mucho más sutil: pura deixis. Y es esa vocación de señalar la que permite proyectar la imagen de los objetos hacia el futuro: como formantes en una historia común, y no como signos geográficos puros.

En Vacaciones confort, por cierto, tan cerca, tan precursor, de algunos trabajos actuales de fotógrafos como Augusto Alves da Silva o Miguel Rio Branco (que también han trabajado sobre las Islas) tenemos un recorrido anónimo, sin mirada, por los contrasentidos del desarrollo turístico insular. Hay en esta serie una voluntad de reconducir el lenguaje hacia al estrecho margen de territorio que queda entre lo excepcional y el tópico. Es decir, se busca una reflexión en torno a la experiencia del lenguaje comercial y la experiencia del lenguaje artístico. Por eso esta serie no hace ninguna concesión a la belleza y tiende, irónicamente, hacia la documentación: construcciones, cuerpos al sol, ambiente vulgar, suciedad, amontonamiento.

Chatarra y sol por su parte, es mucho más que un correlato de las intervenciones tituladas Conocidos de la carretera. Aquí no hay la búsqueda que aísla la obra del territorio y le niega geografía, antes al contrario, se trata, lejos de todo alegato medioambiental, de un puro y honesto descubrimiento escultórico. No hay aquí ruina interpretada, sino reconocimiento a la capacidad tejedora del tiempo, que es capaz de reconstituir sus trazos como lenguaje creativo incondicionado. Vehículos hallados en las cunetas, en los solares, en los terrenos, abandonados y dimitidos de cualquier funcionalidad, se entregan a los embates del sol y transforman su realidad en signos enigmáticos de un tiempo verdadero, que no escapa al hombre ni a la historia y humaniza el futuro.

Algo parecido sucede con Agua mala. En esta serie, que ahonda en la ausencia de sentido como un elemento potenciador de las aptitudes de los objetos para transformarse en lenguaje y código estético, las barcas abandonadas o simplemente varadas en el interior, lejos de su lugar, son quizá el símbolo del arraigo. Aquello que se le exige a Odiseo para aplacar a los dioses: aquella conquista definitiva del lugar que pasa por enterrar los remos. El último óbolo que se le exige al náufrago para incorporarse al territorio.

Y por último, las Casas de una habitación, la cabaña del ermitaño, en la mitad del páramo. El lugar de Robinson. La ruina habitada, que deja de ser ruina y se convierte en presencia. Escultura en movimiento permanente: las sombras sobre la fachada, el movimiento solar, los muros que caminan hacia su degradación. Aquí el equilibrio entre el movimiento del tiempo y la estática arquitectónica alcanza una suerte de cero absoluto. Lugar para el recogimiento y para la ascesis. Centro desde el que irradia un lenguaje nuevo. Bosslet al fin, contempla el volumen de la casa y toma el tesoro. Ha encontrado un lugar, fuera del tiempo.